Hace unos días, tras el secuestro de activistas de la Global Sumud Flotilla por parte del gobierno de Israel —encabezado por Benjamin Netanyahu, señalado internacionalmente por la comisión de crímenes de guerra—, la activista noruega Greta Thunberg lanzó una frase que retumba como un eco moral: «Estamos viendo un genocidio ante nuestros ojos. Un genocidio retransmitido en directo en nuestros teléfonos. Nadie puede decir que no sabíamos lo que estaba pasando.”Esa sentencia nos atraviesa como generación.
Lo que ocurre en Gaza no es un conflicto más, es una tragedia humana de dimensiones históricas que marcará el juicio ético de nuestro tiempo. Llevamos el peso de este genocidio sobre nuestras espaldas no sólo por lo que hacen los gobiernos, sino por lo que decidimos —o no decidimos— hacer como sociedad civil, consumidores y ciudadanos.Cada bomba que cae sobre un hospital o una escuela palestina cuenta con la complicidad silenciosa de gobiernos que se dicen democráticos pero financian o justifican el exterminio. También cargan con culpa los indiferentes, los que cambian de tema, los que prefieren seguir deslizando el dedo sobre sus pantallas para, por lo menos, no mirar.Los que dicen que “eso está muy lejos”, “primero arreglen los baches”, o “mejor ayuden aquí en México”. Quienes responden así han perdido algo que no se recupera fácilmente: la empatía.
Hace unos días, en mi propio trabajo, el tema salió durante una charla casual. Mientras el personal de Recursos Humanos se refrescaba con una Coca-Cola, me ofrecieron un vaso. Lo rechacé. Les expliqué, sin ánimo de sermón, que empresas como Coca-Cola, McDonald’s o Starbucks figuran entre las que han sido señaladas por apoyar o financiar directa o indirectamente al Estado israelí.
Les propuse algo simple: reflexionar sobre lo que consumimos y ejercer un boicot selectivo como lo hacen millones de personas en todo el mundo.No sé si mi mensaje caló, pero sé que la conversación quedó ahí, flotando. A veces, la resistencia empieza con una negativa y un argumento.
El Ministerio de Salud de Gaza ha presentado cifras terribles y que, sin embargo, apenas rozan la magnitud del horror:67 mil personas asesinadas, entre ellas 20 mil niñas y niños, 10 mil mujeres y casi 5 mil ancianos.Más de 170 mil heridos, muchos mutilados.Casi 5 mil amputados, con una mortalidad materna nueve veces mayor que antes del asedio.Dos millones de personas en inseguridad alimentaria; 641 mil en situación de hambruna total.461 muertes por hambre, entre ellas 157 niñas y niños.Y estos son sólo los cuerpos registrados en hospitales y morgues, porque miles más yacen bajo las ruinas.La relatora especial de la ONU, Francesca Albanese, estima que las víctimas podrían ser doce veces más que las cifras oficiales.Detrás de esta maquinaria de exterminio hay financiamiento y apoyo político de las potencias occidentales —Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania—, los mismos países que predican democracia pero sostienen, con dinero y armas, la opresión de un pueblo cercado.Pero algo empieza a resquebrajarse. Desde las calles hasta las universidades, desde el mundo del arte hasta el de la diplomacia, la indignación se vuelve global. Incluso en Israel el aislamiento político y moral comienza a pesar. Netanyahu ya habla de “autarquía”, como si se preparara para gobernar sobre un país convertido en fortaleza sitiada por su propia violencia.
Lo que vivimos no es sólo una guerra. Es un espejo.El imperialismo con rostro sionista que hoy destruye Gaza no se detendrá ahí. Lo que ensaya en Palestina —el control total, la propaganda, la deshumanización— lo aplicará después en cualquier rincón del mundo donde haya resistencia.Por eso, cuando alguien te diga que “primero hay que arreglar los baches”, recuerda que mientras miramos las deterioradas calles de Toluca, al suelo, otros están borrando pueblos enteros del mapa.No es una causa lejana. Es una prueba de nuestra humanidad.Y frente al genocidio, la neutralidad también mata.


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