Ciudad de México; 5 de septiembre de 2025
Xotxe García*
Imagina que estás perdido en un desierto. Tienes sed y solo llevas efectivo. ¿A quién le compras lo indispensable para sobrevivir? ¿A las piedras? De pronto aparece un Oxxo en el horizonte. Entras y frente a ti hay dos refrigeradores enormes: uno lleno de Coca-Cola y otro de Pepsi. ¿Cuál eliges? Déjame tu respuesta en los comentarios antes de seguir leyendo.
Así comienzo casi siempre mis cursos, sin importar la materia. En este ciclo la mayoría se inclinó por la Coca en una proporción de 2 a 1. ¿Y por qué debería interesarte? Pues porque este pequeño ejercicio refleja tendencias y el llamado “espíritu de época”. Además, hay que señalar dos errores argumentales en nuestra analogía. En primer lugar es un falso dilema: en un Oxxo hay mucho más que refrescos. Y en segundo, ¿quién abriría un Oxxo en medio del desierto? ¿A quién le vendería sus productos?
Ahora bien: imagina que la democracia liberal es ese Oxxo imaginario y los refrigeradores son los partidos políticos. A menudo los medios insisten en reducir la oferta a dos opciones: “el oficialismo” o “la oposición”. Puede haber más marcas dentro de los refrigeradores pero siempre terminan agrupadas en un bloque. Y, al igual que los refrescos, ninguna de esas opciones satisface de verdad nuestras necesidades.
Como explica Zizek en La guía perversa de la ideología, los refrescos no quitan la sed: la intensifican. Es la temperatura y el gas lo que produce la sensación de frescura, obligándote a seguir bebiendo.

«¿Y el agua?”, seguramente preguntarás. Si lo hiciste desde el principio, felicidades: pensaste críticamente. Porque, como en nuestra analogía, la opción realmente satisfactoria ni siquiera está contemplada. Lo mismo ocurre con nuestra democracia: se nos venden alternativas “refrescantes” mientras nos despojan de la única que podría saciar nuestra sed. Incluso, nos venden el agua embotellada luego de secar los manantiales y contaminar los ríos.
“Pero en el OXXO también venden chelas”, habrán pensado otros. Sin embargo, como el alcohol, muchas novedades políticas parecen atractivas e innovadoras, pero tras la euforia inicial nos hacen malacopear: generan ira y miedo, materia prima que retroalimenta al fascismo. Las chelas de este Oxxo político son como las ideas “fatxas”: tentadoras, disruptivas, pero incapaces de hidratarnos. Así, parafraseando a Mark Fisher: es más fácil imaginar el colapso de la democracia que una alternativa real a su lógica interna.
Esto fue lo que ocurrió la semana pasada con gran parte de nuestros medios hegemónicos de comunicación: embriagados de viralidad se dejaron llevar por la agresión de “Alito” Moreno a Fernández Noroña. Si bien desde hace meses han preparado el terreno con sus “shots” aparentemente informativos sobre los supuestos lujos del presidente del Senado, la manera en que minimizaron los actos gandallas del líder priista —nombrándolos ‘unos pinches empujones’ o reduciéndolos al meme boxístico— fue digna de discusión de cantina. No buscaron informar, ni siquiera opinar: lo que realmente deseaban era tener la razón a toda costa.
Y es aquí donde entra la Ventana de Overton para ayudarnos a entender este fenómeno. Básicamente, describe el rango de ideas o acciones que la sociedad considera aceptables en un momento dado: lo que está dentro de la ventana se percibe como normal y lo que queda afuera como impensable o radical. Aplicado a nuestro caso, los medios que minimizaron la agresión de Alito Moreno abrieron la ventana de Overton… y les pegó el aire en medio de la peda. Lo que antes era inaceptable —un dirigente empujando al presidente del Senado— de pronto se volvió tolerable, incluso motivo de broma. Así, la normalización de la violencia política se infiltra sin esfuerzo, y lo que debería indignarnos se transforma en espectáculo cotidiano. Pero cuando despierten medio crudos, después de los excesos discursivos y vean a la ultraderecha pegándole al resto de invitados a la fiesta, seguro se preguntarán: ¿y cómo llegamos aquí?
Además de ningunear golpizas, la opinocracia ha desarrollado dos hábitos: las falsas comparaciones y la tergiversación de información. Mientras que la casa de Alito en Campeche es casi un parque temático —cine privado, alberca y jacuzzi, valuada en más de 300 millones de pesos, aunque él solo declara 9 millones—, la de Noroña en Tepoztlán tiene mil 200 metros cuadrados, diseño rústico y 12 millones en un crédito hipotecario. No es la primera vez que la prensa hace comparaciones burdas: vimos algo similar con la “Casa Blanca” de Peña Nieto y la “Casa Gris” de José Ramón López Beltrán.
¿Pero qué pasa cuando los refrescos —y las chelas— se calientan, o como dicen en mi barrio, “se les va el gas”? Nos enfrentamos con lo real: no son más que 12 cucharadas de azúcar en una fórmula secreta. Como en el meme de Francis, parece que nuestra sociedad solo resiste la realidad con agua carbonatada y unos hielos, así que volvemos a la pregunta crítica: “¿Y el agua?”
Jacques Derrida nos recuerda que la verdadera hospitalidad implica recibir al otro sin condiciones, más allá de lo que dicta la lógica del beneficio o del poder. Aplicado a la política, sería pensar en formas de organización que no dependan de partidos, discursos reciclados o medios hegemónicos, sino de comunidades que se escuchan y se respetan mutuamente. Un espacio donde la democracia no sea solo refresco gasificado ni alcohol que provoca efectos secundarios, sino agua pura: transparente, accesible y capaz de saciar verdaderamente nuestra sed. Tal vez entonces podamos imaginar un mundo donde la política no nos deshidrate, sino que nos haga responsables unos de otros.
- Historiador, profesor y comunicador; creador de Concordar (una cooperativa con fines educativos) y Vaguedades (una productora de contenidos culturales).


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