La Franja de Gaza, ese pequeño territorio palestino cercado por muros y alambres, vuelve a ser escenario de una masacre que el mundo parece incapaz de detener. Los bombardeos israelíes, que han dejado más de 400 muertos en una sola noche, no son un hecho aislado. Son la continuación de una política sistemática de exterminio y limpieza étnica que Israel ha llevado a cabo durante décadas, con la complicidad de gran parte de la comunidad internacional.
El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, ha declarado que estos ataques son «sólo el comienzo». Sus palabras no son una advertencia sino una confesión. La confesión de que Israel no tiene intención de detenerse, de que su objetivo no es la seguridad, sino la destrucción total de Gaza y su población. Las víctimas, en su mayoría mujeres y niños, son tratadas como daños colaterales en una guerra que no eligieron, pero que están obligados a sufrir.
El derecho internacional es claro: todo pueblo sometido a ocupación tiene el derecho a resistir, incluso mediante la lucha armada. Sin embargo, cuando los palestinos ejercen este derecho son tachados de terroristas. Cuando Israel bombardea hospitales, escuelas y refugios lo justifica como «defensa propia». Esta narrativa perversa, repetida una y otra vez por los medios de comunicación occidentales, ha normalizado lo que es, en esencia, un genocidio.
La tregua que duró desde enero hasta ahora no fue más que una pausa en la masacre. Netanyahu y su gobierno nunca tuvieron la intención de buscar una solución pacífica. La tregua fue una táctica para ganar tiempo, para reorganizar sus fuerzas y preparar el siguiente asalto. Y mientras tanto, el mundo miró para otro lado. La ONU, los gobiernos europeos, incluso los Estados Unidos, todos prefirieron el silencio cómplice antes que enfrentarse a la realidad: Israel está cometiendo crímenes de lesa humanidad.
El bloqueo de Gaza, que impide la entrada de alimentos, medicinas y combustible, es una forma de castigo colectivo prohibida por el derecho internacional. Es una estrategia diseñada para someter a la población palestina, para quebrar su resistencia, para hacerles la vida insoportable. Y sin embargo, el Consejo de Seguridad de la ONU, ese órgano que debería garantizar la paz y la seguridad internacionales, sigue paralizado por los vetos de Estados Unidos y sus aliados.
La comunidad internacional tiene una responsabilidad moral y legal. No puede seguir permitiendo que Israel actúe con impunidad. No puede seguir ignorando el sufrimiento del pueblo palestino. Las palabras de condena no son suficientes. Se necesitan acciones concretas: sanciones económicas, embargos de armas, ruptura de relaciones diplomáticas. Israel debe ser responsabilizado por sus crímenes y quienes lo apoyan deben ser llamados a rendir cuentas.
Pero más allá de las acciones internacionales, está la resistencia del pueblo palestino. Una resistencia que, a pesar de la brutalidad de la ocupación, sigue en pie. Una resistencia que no se limita a las armas, sino que incluye la lucha por la dignidad, por la justicia, por el derecho a existir. Los palestinos no están solos. En todo el mundo, hay personas que se solidarizan con su causa, que exigen el fin de la ocupación, que rechazan la normalización del genocidio.
Gaza no es sólo un conflicto. Es un símbolo de la lucha contra la opresión, contra la injusticia, contra la impunidad. Mientras Gaza siga resistiendo, habrá esperanza. Esperanza de que un día la justicia prevalezca. Esperanza de que un día, los muros caigan, y los palestinos puedan vivir en libertad.
Hoy, más que nunca, es necesario alzar la voz. Denunciar el genocidio. Exigir justicia. Porque el silencio no es una opción. Porque Gaza no puede esperar. El mundo no puede seguir mirando para otro lado.


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