Allá vienen
los descabezados,
los mancos,
los descuartizados,
a las que les partieron el coxis,
a los que les aplastaron la cabeza,
los pequeñitos llorando
entre paredes oscuras
de minerales y arena.
Pasé por un parque, por dos bares, por una zapatería, por la catedral. Todos parecían tan desinteresados, tan normales; ya antes, un conocido me había dicho que la movilización debía ser allá, en el lugar donde estaban las fosas, quizá él no sabe, o no quiere saberlo, pero México entero es una fosa.
Allá vienen
los que duermen en edificios
de tumbas clandestinas:
vienen con los ojos vendados,
atadas las manos,
baleados entre las sienes.
En la calle de Lerdo, frente al Palacio de Gobierno, en Toluca, no más de un centenar de personas rodea algunos carteles, veladoras y zapatos que se colocan como parte de la convocatoria nacional lanzada por colectivos de búsqueda de personas desaparecidas, luego del hallazgo del rancho Izaguirre en Teuchitlán, Jalisco, el pasado 11 de marzo, un sitio que revela el horror que el crimen organizado provoca en ese estado, en otros, en el país entero.




Allí vienen los que se perdieron por Tamaulipas,
cuñados, yernos, vecinos,
la mujer que violaron entre todos antes de matarla,
el hombre que intentó evitarlo y recibió un balazo,
la que también violaron, escapó y lo contó, viene
caminando por Broadway,
se consuela con el llanto de las ambulancias,
las puertas de los hospitales,
la luz brillando en el agua del Hudson.
Después de los testimonios que han surgido tras el exterminio en Teuchitlán, de lo que se encontró, de la desesperación de las madres buscadoras que hicieron el trabajo de la Fiscalía, de lo que pasa todos los días, de lo que sigue pasando, del incremento de personas desaparecidas, asesinadas, de la indiferencia y de la impunidad, sé que las que están físicamente en la calle de Lerdo, que prenden una veladora o que gritan: “Vivos los queremos”, que guardan luto, son tan pocas.
Allá vienen
los muertos que salieron de Usulután,
de La Paz,
de La Unión,
de La Libertad,
de Sonsonate,
de San Salvador,
de San Juan Mixtepec,
de Cuscatlán,
de El Progreso,
de El Guante,
llorando,
a los que despidieron en
una fiesta con karaoke,
y los encontraron baleados en Tecate.
Hay una fila de personas que sostienen grandes lonas con las fichas de desaparecidos, de sus desaparecidos; luego de un rato las relevan y algunas mujeres se sientan en la banqueta. Son familiares de Guillermo Albarrán Escalante, quien desapareció en ex Rancho San Dimas el 25 de febrero del 2023; de Luis Javier Alonso Mariles, quien fue visto por última vez en San Cristóbal Huichochitlán el 24 de abril del 2021; y de Genaro Hernández Romero, quien fue desaparecido de Santiago Tlacotepec el 15 de septiembre del 2023.




Allí viene al que obligaron a cavar la fosa para su hermano,
al que asesinaron luego de cobrar cuatro mil dólares,
los que estuvieron secuestrados con una mujer que violaron frente a su hijo de ocho años
tres veces.
¿De dónde vienen,
de qué gangrena
o linfa,
los sanguinarios,
los desalmados,
los carniceros
asesinos?
Hablo con ellas y me dicen lo que muchos deciden ignorar: que el país es una fosa enorme, que es triste mirar como la gente no tiene empatía ni se solidariza con este luto nacional; me dicen que cuando se vive la desaparición de un familiar también se vive la injusticia y la impotencia de ver que las fiscalías no hacen nada, por eso ellas que toman en sus manos las riendas de las búsquedas; me dicen que también, como si lo que viven fuera poco, ponen en riesgo sus propias vidas, que trabajan en el colectivo Flores en el corazón y que hacen una familia porque unas empatizan con las otras y se dan fuerza; afirman que ni siquiera se tienen cifras reales de las grandes cantidades de desaparecidos que hay.
Allá vienen
los muertos tan solitos, tan mudos, tan nuestros,
engarzados bajo el cielo enorme del Anáhuac,
caminan,
se arrastran,
con su cuenco de horror entre las manos,
su espeluznante ternura.
Les pregunto sobre la acción de las fiscalías, de las autoridades, ellas responden lo que también ya se sabe, pero que también muchos deciden ignorar: que la justicia sólo juega con los familiares directos, que son ellas quienes hacen el trabajo que la Fiscalía no hace. Me dicen que si realmente buscaran a los desaparecidos ellos ya estarían de vuelta, exigen que les permitan hacer el trabajo que ellos deberían hacer. Les pregunto sobre la frase de una madre buscadora que circula en redes: “el gobierno no busca a los responsables porque se encontraría a sí mismo”, me dicen que es verdad, que el gobierno no busca y que sólo una madre, que sólo un familiar no se raja: «hambres, fríos, calores, todo lo que vivimos”.
Se llaman
los muertos que encontraron en una fosa en Taxco,
los muertos que encontraron en parajes alejados de Chihuahua,
los muertos que encontraron esparcidos en parcelas de cultivo,
los muertos que encontraron tirados en la Marquesa,
los muertos que encontraron colgando de los puentes,
los muertos que encontraron sin cabeza en terrenos ejidales,
los muertos que encontraron a la orilla de la carretera,
los muertos que encontraron en coches abandonados,
los muertos que encontraron en San Fernando,
los sinnúmero que destazaron y aún no encuentran,
las piernas, los brazos, las cabezas, los fémures de muertos
disueltos en tambos.
Les pregunto sobre su manera de vivir, el riesgo que ellas corren al buscar a sus seres queridos y me dicen lo que muchos deciden ignorar, que no viven con tranquilidad, que muchas y muchos son víctimas de desplazamiento forzado, que su vida ha cambiado, que han sido despojadas de sus propias vidas, que la Fiscalía tampoco les brinda seguridad, que son omisos con la protección que tienen que dar a las víctimas indirectas; me dicen: “el gobierno no hace su trabajo para nada, hacemos el trabajo de ellos, el gobierno hace un cruzar de brazos… que cada vez más el miedo ataca más a las familias.. una sociedad llena de caos y de miedo”.
Se llaman
restos, cadáveres, occisos,
se llaman
los muertos a los que madres no se cansan de esperar
los muertos a los que hijos no se cansan de esperar,
los muertos a los que esposas no se cansan de esperar,
imaginan entre subways y gringos.
Estas mujeres a las que les ha cambiado la vida desde hace años, que a veces se sienten solas, con miedo, con desesperanza y con ira, piden a la Fiscalía que les den acceso a información recientemente surgida, que les permitan identificar si alguna prenda coincide con la de sus hijos para poder regresarlos a casa; exigen que las autoridades hagan su trabajo y que agilicen los trámites, porque la entrega de los resultados de genética siempre están acompañados de pretextos y trabas -ellas necesitan saber si alguno de sus familiares estuvo en el lugar-; piden que se haga justicia con todos los casos que dejan de lado, que hagan su trabajo, que empaticen con las familias y que, simple y llanamente, no estorben y no pongan el pie a los que sí están haciendo algo.
Se llaman
chambrita tejida en el cajón del alma,
camisetita de tres meses,
la foto de la sonrisa chimuela,
se llaman mamita,
papito,
se llaman
pataditas
en el vientre
y el primer llanto,
se llaman cuatro hijos,
Petronia (2), Zacarías (3), Sabas (5), Glenda (6)
y una viuda (muchacha) que se enamoró cuando estudiaba la primaria,
Más adelante hablo con otra de las madres, quien recientemente dejó de buscar a su hija porque luego de seis años la encontró muerta, víctima de feminicidio; increíblemente las autoridades levantaron el cuerpo veinte días después de su desaparición pero nunca notificaron que la habían encontrado. Seis años después, por información de la Fiscalía de Jalisco, la madre supo que su hija –madre de tres hijos– estaba en el Estado de México, estuvo seis años sin ser identificada, seis años en los que su madre la buscó todos los días; seis años de omisión, ineficacia e inutilidad de las autoridades.
se llaman ganas de bailar en las fiestas,
se llaman rubor de mejillas encendidas y manos sudorosas,
se llaman muchachos,
se llaman ganas
de construir una casa,
echar tabique,
darle de comer a mis hijos,
se llaman dos dólares por limpiar frijoles,
casas, haciendas, oficinas.
Las velas que se ponen en el piso se apagan con el viento, algunos presentes insisten y las vuelven a prender pero se apagan otra vez, es una tarea permanente, la situación parece una metáfora de la realidad: la insistencia de las madres, de las y los buscadores por encontrar a sus seres queridos y la injusticia, la impunidad, la corrupción, el narcoestado que las apaga. En Lerdo, en Toluca, comienza a anochecer y luego de un minuto de silencio las velas se ponen juntas, en cruz, y los pocos asistentes se acomodan alrededor para evitar que se apaguen, mientras un joven lee el poema “Los muertos”, de María Rivera. Por fin lo logran: la cruz de veladoras que está a la mitad de la calle, frente a un Palacio de Gobierno cerrado y cercado, se mantienen todas momentáneamente encendidas.





se llaman
llantos de niños en pisos de tierra,
la luz volando sobre los pájaros,
el vuelo de las palomas en la iglesia,
se llaman
besos a la orilla del río,
se llaman
Gelder (17)
Daniel (22)
Filmar (24)
Ismael (15)
Agustín (20)
José (16)
Jacinta (21)
Inés (28)
Francisco (53)
entre matorrales,
amordazados,
en jardines de ranchos
maniatados,
en jardines de casas de seguridad
desvanecidos,
en parajes olvidados,
desintegrándose muda,
calladamente,
Sin contabilizar la cifra negra, es decir, los casos que no se denuncian, en México, según la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB), hay 124 mil 164 denuncias por personas desaparecidas y no localizadas. El Estado de México concentra a 13 mil 657 de las víctimas. En Toluca faltan los desaparecidos y también los demás, los que han decidido ignorar lo que sucede, los del parque, los bares, la zapatería y la catedral; faltan las autoridades y la justicia, faltan todos los que no estuvieron en el luto.
se llaman
secretos de sicarios,
secretos de matanzas,
secretos de policías,
se llaman llanto,
se llaman neblina,
se llaman cuerpo,
se llaman piel,
se llaman tibieza,
se llaman beso,
se llaman abrazo,
se llaman risa,
se llaman personas,
se llaman súplicas,
se llamaban yo,
se llamaban tú,
se llamaban nosotros,
se llaman vergüenza,
se llaman llanto.
Cuando me voy a casa, en cada poste de mi calle veo pegada una ficha de búsqueda de una mujer, fichas que no estaban ahí por la mañana.
Allá van
María,
Juana,
Petra,
Carolina,
13,
18,
25,
16,
los pechos mordidos,
las manos atadas,
calcinados sus cuerpos,
sus huesos pulidos por la arena del desierto.
Se llaman
las muertas que nadie sabe nadie vio que mataran,
se llaman
las mujeres que salen de noche solas a los bares,
se llaman
mujeres que trabajan salen de sus casas en la madrugada,
se llaman
hermanas,
hijas,
madres,
tías,
desaparecidas,
violadas,
calcinadas,
aventadas,
se llaman carne,
se llaman carne.
Allá
sin flores,
sin losas,
sin edad,
sin nombre,
sin llanto,
duermen en su cementerio:
se llama Temixco,
se llama Santa Ana,
se llama Mazatepec,
se llama Juárez,
se llama Puente de Ixtla,
se llama San Fernando,
se llama Tlaltizapán,
se llama Samalayuca,
se llama El Capulín,
se llama Reynosa,
se llama Nuevo Laredo,
se llama Guadalupe,
se llama Lomas de Poleo,
se llama México.*
*Los muertos, poema de María Rivera.


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