Voces de la Ausencia en el Día de Muertas

Palabra en peñada

Por: Carlos García Benítez

Es domingo 3 de noviembre de 2024. El Zócalo de la Ciudad de México se llena de distintas voces y rumores, el sol está en pleno, son las doce del día y el calor aumenta. Las calles cercanas a la plancha llevan y traen gente con intereses distintos, las sombras se multiplican y parecen danzar en el piso del Centro Histórico. Y sí, las voces en el ambiente crecen. Huele a incienso. El 2 de noviembre se conmemoró el Día de Todos los Santos, o como reza la jerga común, el Día de Muertos, de los que pasaron al mundo de la incertidumbre, casi siempre asociado con la oscuridad. Es el Mictlán, el lugar de los descarnados, según cuenta la tradición prehispánica, donde no hay voces, acaso lamentos, dirían los relatos rulfianos. Antes, en el día primero, se llevó a cabo el “Tradicional desfile de Día de Muertos”, según una imposición hollywodense a partir de la filmación de una película gringa en ese mismo Zócalo, cuya escenografía ahora se escenifica como propia de la cultura nacional con la complicidad de los gestores oficiales de la cultura mexicana. En un claro ejemplo de cómo una memoria puede propiciar, conservar y accionar desde el poder político cuando éste se lo propone, cuando hay una intención en hechos concretos en la vida cotidiana. A la “escenificación de la tradición” en esta ocasión la acompañan figuras de calaveras monumentales recreadas de distintas maneras, con sus ojos de hoyo, sus huesos blancos y sus mandíbulas abiertas, sin palabra, ni voz.

El Zócalo es un lugar pleno de sol y color, pero poco a poco, frente al edificio del gobierno capitalino, un color aparece y comienza a crecer: es el morado, color que viste un grupo de personas que poco a poco se concentra en una esquina de la Plaza de la Constitución. Se trata de más voces que se suman a las que ya murmuran en aquel ambiente dominical. Pero a diferencia de las otras que se dispersan desinteresadas, éstas hacen una sola voz, con una firme intención. Son las Voces de la Ausencia, un colectivo de la sociedad mexicana que desde hace varios años se reúne el 3 de noviembre justo ahí, para conmemorar el Día de Muertas. No, no se trata de una reunión con una proclama festiva, es un grito que resuena a reclamo por aquellas mujeres asesinadas en este país. Una muerte que, para las mujeres en este México, no es sólo una, a veces es una muerte que se replica y que en los casos más dolorosos es una muerte perpetua: una y otra vez, de distintas maneras y modos, y ejecutada por diferentes actores que las revictimizan.

Las Voces de la Ausencia han salido de nuevo y señalan, lo seguirán haciendo, para denunciar a un gobierno que ha hecho de la violencia feminicida una clave patriarcal para gobernar. Aquí ninguna ausencia ha quedado sin voz, muchas otras voces las traen consigo y las hacen presentes. Por eso es necesario, con un acto-acción, marcar el calendario, la tragedia que por años han vivido las mujeres en este país. Signar El Día de Muertas no significa un acto conmemorativo sino un grito de reclamo: “porque no murieron, las asesinaron”. No se trata de instaurar una tradición más como es la aspiración de todo acto festivo del calendario, porque la muerte violenta de las mujeres no debe ni puede ser normalizado. Aquí se trata de visibilizar esa atrocidad.

Sí, las Voces de la Ausencia ponen una nota disonante en esa tarde de domingo en el Zócalo capitalino, se mezclan con el avispero de fin de semana. Pero no, aquí no se festeja nada, se hace memoria del dolor, se reclama verdad, justicia, reparación y se levanta la exigencia de la no repetición de esos males que tanta tristeza han llevado a cientos de familias en el país, familias que súbitamente se convirtieron en buscadoras, familias destruidas, víctimas, pequeños que han quedado huérfanos, personas marginadas por la sociedad, esa sí, ausente.

Conforme pasa el tiempo, el lunar morado en el zócalo empieza a crecer. Los familiares de las víctimas llevan cruces blancas de madera con los nombres de las víctimas. En un momento determinado las colocan en el piso de la plancha del Zócalo, recuerdan a las espadas que ponían los combatientes helenos en el suelo antes de iniciar una batalla. Y en efecto, esta también es una lucha enmarcada en la “civilización moderna”, donde irracionalmente se violenta, se desaparece o aniquila a las mujeres.

¿Qué tipo de sociedad es ésta que sistemáticamente extermina a sus mujeres? ¿En qué momento se instauró esto como un principio de la vida contemporánea, civilizada? ¿Quién lo permitió?  La respuesta cae lacerante y a plomo como el sol de la una de la tarde que marca el reloj de la Catedral Metropolitana: fuimos todos, algunos como perpetradores directos; otros, desinteresado por la impartición de justicia, aberrantemente insensible al dolor humano; la sociedad, en general, por su silencio e indiferencia. Aquí nadie gestiona la memoria como en cambio se procuró inventar el artificio del “Tradicional Desfile del Día de muertos”. Pero alguien sí: las Voces de la Ausencia y Frida Guerrera que al frente de este colectivo blanden las cruces que súbitamente se convirtieron en espadas, porque las Voces de la Ausencia saben, sin mayor duda que esta es una batalla, un reclamo que no tiene fin: “Hasta encontrarlas”.

La marcha por el Día de Muertas toma forma, hace una larga enredadera que grita por justicia, avanza por la plancha del Zócalo y la gente se acerca curiosa, a mirar las cruces, las lonas que traen las fichas de las decenas y decenas de mujeres muertas o desaparecidas. A diferencia de otras marchas la gente mira desconcertada. Algunos se quedan con la duda, otros ven sorprendidos la explicación en las lonas, otros preguntan y al saber la respuesta quedan aún más sorprendidos, aunque no muestran reacción o dan alguna respuesta. Es desalentador. Otros ven la marcha lejana a su existencia y lanzan la respuesta fácil, desvergonzada y ya instaurada: “en algo andarían”. De nuevo la revictimización que no explica o comprende, pero que compensa y atiza la huida, y que por supuesto jamás eximirá de la tragedia. Una mujer de rasgos orientales, en inglés, me pregunta el por qué de la marcha. Atino a explicarle y su rostro refleja la alarma, lo cubre con sus manos y deja de tomar fotos. Los nativos no. Continúan con su plan dominical que atiborran con su colección fotográfica del día y que incluye la marcha, ¿para qué? ¿a qué álbum de su colección se irán esas fotos?

La marcha continúa su camino. Respeta, sí, es respetuosa y ordenada, preocupada por la limpieza. No ofende ni pinta, no agrede, no molesta. ¿Acaso eso desconcierta aún más a los transeúntes? No se cansa porque tiene como meta el Antimonumento, Voces Abrazando Voces, pero incomoda, y mucho, a una sociedad silenciosa, esa sí ausente y a un poder político para quien la vida no parece tener importancia, sea grande o pequeña, como son los pequeños, los niños que justamente encabezan esta marcha y que han puesto un matiz particular a esta manifestación, porque aquí se recuerda y se reclama por lxs bebés, lxs niñxs, lxs jóvenes y mujeres asesinadas. Al paso de la marcha se escucha: “¿por qué traen a esos niños, ellos no deberían estar aquí; deberían estar con su mamá”. Se anubarra la comprensión de un tiempo y una realidad: están aquí porque son las víctimas de un atroz pasaje que los dejó en la orfandad. Y sí, quieren llegar a la meta y cierran enhiestos esta travesía. Y sí, llegan corriendo a la meta. Frida Guerrera les pregunta: “¿se cansaron?”, y responden: “síííííí”, pero gozosos se tiran en el pasto. Una voz pequeña dice: “estoy triste”, Frida lanza una propuesta: “¿quieres abrazos?”, y los demás niños preparan el ataque. El pequeño del lamento se retracta y mejor sonríe. Y a los gritos de “¿por qué estamos aquí?”, las respuestas resuenan en esa tarde de domingo de las Voces de la Ausencia que se niegan a poner a las víctimas en el Altar del Día de Muertos “porque las queremos”, “¿hasta cuándo?”, “¡Hasta encontrarlas!”.

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