La filosofía en contra de un olvido

Palabra en peñada

Por: Carlos García Benítez

A Armando Blanco

Hace varios años, cuando era estudiante en el plantel oriente del Colegio de Ciencias y Humanidades, al transitar por uno de sus impredecibles pasillos, me encontré un anuncio escrito en una cartulina pegada en un pizarrón oxidado que lanzaba una extraña convocatoria: invitaba a un curso de filosofía náhuatl los sábados en el mismo plantel. El mensaje tenía dos rasgos inusuales, al menos para mí: un curso en sábado, cuando la jornada escolar habitual era de lunes a viernes; y una temática que, pese a mis esfuerzos por ubicar en un eje, no me decía absolutamente nada. Ambas circunstancias me hicieron aventurarme en esa travesía.

Sí, hoy no resulta inusual ni lo uno ni lo otro, sobre todo lo segundo, es una narrativa que se escucha una y otra vez desde muchos ámbitos la que defiende, casi por inercia, la importancia de revalorar el papel de las comunidades originarias del país, que incluye el reconocimiento de su cosmovisión, es decir, su filosofía antiquísima, aunque desde las políticas públicas contemporáneas cotidianas resulten más un grito en el vacío.

Aquellas sesiones fueron para mí toda una revelación; de inicio, ayudaron a despojarme de la insostenible máxima de que la filosofía había sido una práctica suprema del mundo occidental, inaccesible para el resto de la humanidad, en un claro ejemplo de que la educación oficial seguía-sigue caminando por un andamio eurocentrista. Sí, la experiencia resultó inquietante y a veces con matices inexplicables, pues pese a “sacrificar” el sábado, las sesiones ponían una nota disonante-relajante-reflexiva de lo que se veía durante la semana, donde se cumplían los planes formales de las asignaturas, pero, además, había un añadido en aquel curso: a veces se hacían veladas filosóficas literarias en una casa al pie de los volcanes, con meditabundas noches y con una bóveda de estrellas sólo nuestras, la experiencia terminaba al día siguiente con una caminata por las veredas con los senderos desafiantes hacia los volcanes. Era una suerte de un aprendizaje sensorial, sí, me atrevo al término: un conocimiento inmersivo: pensar, hablar, sentir, caminar, oler y degustar.

Por supuesto, después de varias semanas se habían sumado a mi acervo temáticas antes inimaginadas, de aquellxs quienes habían pisado el suelo que hoy yo habitaba. La línea del tiempo de esos saberes fue suficiente para comprender: desde su origen y su estar en la tierra (in tlaticpac) hasta las preocupaciones ante la muerte; sí, justo esos que son los temas esenciales de la filosofía occidental. También se sumaron las reflexiones de los antiguos mexicanos del ser y estar ante el mundo, en la casa, con la comunidad, en la educación, con la naturaleza, con la que irremediablemente se está hermanado: “lo que le pase a la madre tierra le pasará al hombre”. Y otras fórmulas de ser en la tierra, que siguen siendo un misterio y, peor aún, una terrible negación para gran parte de la sociedad de nuestro tiempo.

Tuve la oportunidad de acercarme a Ángel M. Garibay, Miguel León Portilla, López Austin; Eulalia Guzmán, Guillermo Bonfil, y una cantidad amplia de literatura al respecto, incluidas las inquietantes Enseñanzas de Don Juan, que el mismo Octavio Paz, le prólogo a Carlos Castañeda.

Por supuesto, aquellos aprendizajes juveniles tenían su tono crítico, no se trataba de hacer un conocimiento de museo, de núcleos temáticos del “rico mosaico” de culturas originarias que rebosaban en el país, veíamos la gravedad en que vivían los pueblos descendientes de aquellos “increíbles pueblos y depositarios de saberes ancestrales”, pero que en la vida cotidiana estaban-están en condición de exterminio. Hacia aquellos días nos tocó conmemorar los 500 años del oficialmente llamado “Encuentro de dos mundos” que para algunos, nos incluimos, era en apoyo de una resistencia indígena. Desde nuestra trinchera y posibilidad, la misión fue difundir el conocimiento y hacer extensible los saberes y cosmovisión del pasado mexicano.

Al estilo de la educación prehispánica, con nuestro tlamatini, Armando Blanco, vía la ejecución y práctica de un arte divulgador de los saberes plasmábamos, por medio de pequeños vitrales diversos elementos, por ejemplo los símbolos del calendario prehispánico, cuando vendíamos tenían una explicación del símbolo; o la práctica de la danza (confieso que ésta nunca fue de mi dominio, siempre salí reprobado). Esta filosofía de la acción, se matizó luego con otros impactos de vida y se volvió cotidiana, al menos eso intento.

Cuando en 1994, justo hace 30 años, surgió el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en el estado de Chiapas, y se conoció por todo el planeta la penosa condición indígena de los pueblos que habitan el país, para muchos era-es un parteaguas alentador para replantear esas páginas cercenadas y sangrantes de la historia mexicana y aquella tan cantada grandeza mexicana. Muchos vimos y apoyamos, seguimos viendo y apoyando que aquella empresa era-es de largo aliento. Aunque cada vez más accidentada.

En efecto, poner en el ojo de la agenda política, cultural y social a los pueblos originarios era un pendiente histórico, pero la solución a aquellas legendarias demandas de 1994 ha sido prácticamente nula.

Visto a distancia, aquellas lejanas clases del curso de filosofía náhuatl, al menos a mí, me dieron un insumo de conocimiento reflexivo, comparativo, crítico y de acción ante los depositarios de aquellas comunidades ancestrales que hoy siguen padeciendo de manera terrible un abierto exterminio. ¿No acaso la educación oficial, desde los primeros grados de una política educativa comprometida debería abrir el abanico de saberes de una filosofía ancestral mexicana para comprender su valor hoy en día? ¿No sería valioso en todos los sentidos de la vida acercar aquellos saberes ancestrales a la educación nacional para que pueda sensibilizar a una sociedad de que otras formas de vida, convivencia social y con la naturaleza son posibles y necesarias?

Hoy, los discursos de la política oficial que hacen eufemismos al referirse a las culturas ancestrales de México resultan descarados, en un momento histórico donde los indígenas siguen siendo alarmantemente las víctimas, como el reciente asesinato del padre Marcelo en San Cristóbal de las Casas que luchó para procurar la paz en Chiapas.

Por aquellos días juveniles ccacheros leímos el México Bárbaro, de J. K. Turner, varios pasajes se me quedaron en la mente y hoy parecen revivir, o más bien nunca se han ido, pero hoy están un punto grave: indígenas explotados en los campos jornaleros por las empresas y el crimen organizado que los despoja de sus tierras, sin destino en sus propias tierras, condenados a la migración, a sumarse como sicarios del crimen organizado, a servir de tropa para el ejército mexicano, asesinados o desaparecidos en la lucha por sus tierras que sus ancestros les dijeron deben defender porque ahí duermen sus ancestros; el secuestro de mujeres indígenas “naturalizado en Tlaxcala” para la trata, o como recientemente nos enteramos de las penosas condiciones en que las jornaleras indígenas en Sinaloa y Nayarit viven de manera inhumana sus periodos menstruales en los campos agrícolas.

En efecto, una experiencia personal, no puede hacer historia, pero sí creo que una estructura educativa puede hacer mucho al incluir en sus programas los saberes de su pasado ancestral, y saber al menos que quienes pisaron antes el suelo que hoy pisamos tenían otra mirada del mundo; saberla es, indiscutiblemente, un derecho, pero contar también con esa información puede invitar a tomar una posición y una acción ante las atrocidades que hoy se cometen ante los herederos de los antiguos mexicanos. Tenemos el derecho a que se nos permita forjar un rostro y un corazón, como me lo ofreció aquel taltolli amoxtli (papel que habla) pegado en aquel oxidado pizarrón.

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