San Francisco y sus demonios, una mirada a la fiesta patronal

Galería Fotográfica: Axel Arellano

Texto: Miguel Ángel Alvarado

El diablo representa la más alta traición al poder de Dios. La muerte, el mayor misterio de la vida, apenas se ha podido vislumbrar desde los umbrales de la agonía y la alucinación. Por eso, aunque bien se sabe que existen otros mundos -y que todos se encuentran en éste-, la muerte y el diablo parecen llevarse bien casi siempre. Será desde los sueños y las pesadillas que esa suerte de metáfora de la existencia –que no de la vida- nos alcanza, nos rebasa y nos fascina-. De eso se tratan los bailes y desfiles de disfraces, de recordar lo que no podemos hacer de manera consciente, de bailar con el diablo ante el beneplácito de Dios, que al final de la música emitirá un veredicto del que quizá, en compañía de las pesadillas, podamos reírnos para mantener la entereza.

Por las calles de San Francisco Tlalcilalcapan cientos de diablos y desasosiegos salen alborotados para asustarse a sí mismos, para armar el borlote. Desde el comienzo de la fiesta, nadie que se ponga una máscara podrá saber si lo que canta, lo que baila y lo que blasfema proviene de su humana naturaleza o en verdad se ha manifestado una posesión, que ayuda desde lo innombrable a transfigurar el miedo en la fiesta de todos tan deseada: el frenesí de la sangre, los roces que provienen de las danzas y los brincos convocan a desafiar a Dios, por mucho que aquello se haga en honor de un santo, y que este santo sea el patrono e intercesor de la comunidad ante el poder divino.

En este baile desaforado están convocadas las actuales pesadumbres, pues no importa de dónde provengan. Por eso, una monja de dientes afilados se da permiso de chorrear sangre y de apuntar con una metralleta a quien ose mirarla. Por eso, un Joker aturdido fuma un cigarro que le revuelve el rostro y empantana su sonrisa. Por eso, la banda de música se ha vestido con sus mejores ropas y ha pulido y afinado los instrumentos con los que las ánimas y los locos bailarán. Por eso, hasta adelante se coloca San Francisco, que observa desde su cárcel de yeso las expresiones de amor, que en algún momento tendrán el mismo significado para quien odia o aborrece. Y por eso los toritos, artilugios repletos de pólvora y cuetes, cornearán a quienes se le pongan enfrente y los llenará de un fuego que cada año resultará menos sagrado, pero también más suicida y fervoroso.

Creer en el diablo y sus pesadillas es lo mismo que aceptar que Dios está aquí, santificado en la Fiesta de los Locos, cada 6 de octubre.

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