El cine documental y los combates por la historia

Columna: Palabra en peñada Por: Carlos García Benítez

Hacia los últimos años del siglo XIX, en 1895, surgió en Francia, un novedoso medio de comunicación: el cine. Desde su aparición, generó una serie de debates inquietantes, algunos señalaban que se trataba de una experiencia pasajera que duraría poco tiempo; otros, sostenían que se trataba de uno los grandes inventos humanos que renovaría las formas de acercarnos al mundo, que se expresaba con imágenes en movimiento hasta entonces desconocidas. Las primeras imágenes en movimiento que vio la humanidad se concentraron en registrar distintos momentos de la vida cotidiana de finales del siglo XIX y principios del XX, justo bajo el principio de lo que hoy conocemos como cine documental. No pasó mucho tiempo para que, los insipientes creadores fílmicos, encontraran otra forma narrativa, el llamado cine de ficción. Es decir, el cine comenzó a contar historias ficticias que emocionaban a los públicos y los entretenían. Lejos del legendario presagio de que el cine tendría corta duración, hacia la primera mitad del siglo XX, el cine había demostrado que tenía un largo destino. De hecho, por esos días vivió su gran edad dorada. No tardó el momento en que varios teóricos de las ciencias sociales pusieron su mira en el cine e indagaron sobre la gran influencia y las distintas funciones que cumplía en la sociedad, donde por supuesto estaba su papel como un serio soporte ideologizante que, claramente, antes ya habían mirado Hitler, Mussolini o Porfirio Díaz que no dudaron en usar sus potencialidades.

Como el cine, desde sus inicios, permitió ver imágenes “reales” del mundo, supuso para muchas disciplinas una gran posibilidad como una importante herramienta de trabajo. Así lo entendió, por ejemplo, un sector de la disciplina histórica, conocida como la Nueva historia, para esta corriente cualquier obra humana deja improntas del pensamiento de época en que fue construida, lo que permite comprender, en cierta medida, los procesos sociales de un corte histórico determinado. Y, en efecto, ninguna película, está libre de una o unas intencionalidades socio-políticas, a veces muy evidentes, aunque otras veces de manera velada.

El éxito del cine, entre otras cosas, está en que ha sido un dispositivo que ha abordado todas las inquietudes y preocupaciones de la humanidad. Incluso, se ha tomado el interés de contar distintos pasajes de la historia misma de las sociedades. Las grandes gestas y pasajes emblemáticos de los pueblos, sus actoras y sus actores, todo aquello que abona a una memoria histórica, pero con una particularidad: con imágenes en movimiento. En todo el mundo ha habido el interés por hacer un panteón cívico fílmico, casi de manera irrenunciable. Robert A. Rosenstone, un historiador y estudioso del cine, ha hecho ver el desafío que significa contar la historia desde el cine, sostiene que la historia en sí misma tiene muchos pasajes que faltan, ¿cómo entonces el cine pretende llenar esos vacíos cuando se interesa por contar la historia? La clave es sencilla, dice Rosenstone: ficcionando. Sí, la historia desde el cine de ficción atiende los hechos evidentes, pero los vacíos se llenan con giros ficticios, de manera muchas veces complacientes y con un interés político e ideológico, donde se mueven, incluso, los intereses de las grandes empresas fílmicas, un sistema que hace una versión de los hechos o que cuenta lo que quiere contar.

Si bien, el cine de ficción tomó el papel protagónico en el campo fílmico, hacia la década de 1960, el cine documental tomó nuevos bríos. Entre otras razones, por la gran revolución político-cultural que demandaba tener las otras historias que ocultaba la historia oficial; pero también, por la revolución tecnológica que permitió tener nuevos equipos de filmación, que permitían una portabilidad antes impensable, lo que a su vez permitió el impulso de un cine independiente, más allá del interés de un poder en turno y de las grandes empresas. Por supuesto, el cine documental, ha logrado abordar una diversidad de temas, incluidos aquellos pasajes históricos que el poder en turno ha querido borrar de la historia de los pueblos, aquellos que revelan su verdadero rostro violento, corrupto, depredador o autoritario.

Pero si la estrategia del cine de ficción, cuando cuenta la historia, apela a la ficción, ¿Cuál ha sido la estrategia del cine documental para explicar los vacíos de una historia aún en proceso? La respuesta está en un cruce de dos hechos clave: la práctica periodística y la experiencia fílmica. Este encuentro ha abonado en la construcción de una historia que interpela el relato oficial que se disemina por los medios de comunicación o por los boletines oficiales, o incluso en este sexenio de la 4T, desde la “dramatización” de “las mañaneras”. El cine documental, que mira hacia la explicación de los actos de injusticia del poder en turno, llena los vacíos desde un periodismo de investigación. Desde el documental El grito (de Leobardo López Arretche 1968), la ecuación resultó interesante, pues no hay que olvidar la colaboración de la periodista italiana Oriana Fallaci y otroxs más para la realización clandestina del documental. En años recientes, parte del cine documental mexicano ha apostado por una pedagogía de la imagen para erradicar el olvido de algunos de los pasajes atroces del poder político en turno sin importar la posición política que enarbolan.

Sin duda, este cine documental, sirvió en los años recientes para registrar las omisiones y responder al ejercicio político incapaz de solucionar los casos de violación de derechos humanos recientes. Justo hace unos días se cumplieron 10 años del crimen de Estado que se cometió en contra de los estudiantes de la Normal Isidro Burgos de Ayotzinapa. “La verdad histórica”, por ejemplo, del gobierno de Peña Nieto, si bien se ha cuestionado desde distintos medios, la naturaleza de las imágenes en movimiento, dan cuenta de una serie de informaciones y referentes que, incluso, se han adelantado a las investigaciones judiciales del caso; documentos, personajes, testimonios, imágenes directas de los lugares y hechos han colaborado para dotar de los registros para una memoria visual explicativa contemporánea.

Documentales como Mirar Morir. El ejército en la noche de Iguala (Temoris y Coizta Gercko, 2015), Ayotzinapa, El paso de la Tortuga (Enrique García Meza, 2018), Ayotzinapa en mí (Tito Román Rivera, 2018), Voces de Guerrero (Mario Mandujano, 2018), Un día en Ayotzinapa, 43 (Rafael Rangel, 2015), son algunos que han abordado el tema.

Estos documentales han colaborado en la construcción de la memoria histórica visual, entre otras cosas, del Ejército Mexicano como el gran ejecutor de los crímenes de lesa humanidad de nuestra historia reciente, y que aún se mantiene con un poder monolítico y que es resiliente, desafiante y cómplice de la élite política mexicana. Han dado cuenta, también, de cómo opera la construcción de un relato que quiere imponerse como verdad absoluta, como el caso de la “Verdad histórica” del tiradero de Cocula, con el que se pretendió dar carpetazo al caso. Asimismo, esos documentales han sido valiosos para revelar cómo opera otro discursivo audiovisual: el de los noticiarios de la televisión, que una y otra vez machacaron como verdadera aquella barroca versión oficial del basurero de Cocula. Es un combate de discursos audiovisuales: el de la televisión vía los noticiarios y sus mesas de debate que apostó a llenar huecos de la historia como el cine de ficción, es decir, con argumentos veloces, cortos, muchas veces falaces, y sin la argumentación que ofrece el periodismo de largo aliento.  Sin tiempo para rastrear y explorar respuestas a las páginas atroces de una historia aún en proceso. En efecto, porque es el tiempo de la televisión, corto, veloz, y con el interés de una agenda noticiosa a destajo: que se vaya rápido la nota, porque hay que suplantarla, de manera apremiante, con otra, porque se trata de la industria del periodismo.

El cine documental, en cambio, ha apostado a una explicación o al menos al interés de explicar procesos históricos en resistencia, ver momentos, actores, lugares y hechos que el Estado quiere borrar. Hace algunos años los pasajes históricos de algunos documentales sirvieron para construir la historia oficial, y no dudaron en registrar la presencia de ciertos personajes decisivos para el mosaico de una historia nacional sin fracturas, hoy, la tarea del cine documental que rescata los pasajes contemporáneos, como los de Ayotzinapa, también apuesta a conservar, pero otras presencias: las de los actores que hacen memoria en imagen y reclaman justicia, en un desafío de los combates por la historia desde el registro fílmico. 

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