Los otros lugares de memoria

Carlos García Benítez/ Palabra en peñada
Ciudad de México; 2 de septiembre de 2024

Hace algunos años, como académico de la Escuela Nacional de Conservación Restauración y Museografía (ENCRyM), del INAH, acompañé a mis colegas restauradores, especialistas en metales, a un trabajo de intervención y restauración de la la estatua ecuestre de Carlos IV, mejor conocida como EL Caballito, de Manuel Tolsá, que se encuentra en el Centro Histórico de la Ciudad de México, y que meses antes, ante un desafortunado trabajo de “restauración” había estropeado.

Fueron meses de amplio trabajo, yo estuve ahí video-documentando los afanes de mis colegas. El registro luego dio pie a un documental, Las crines de metal. Nunca había convivido tan de cerca con una escultura ni dedicado tanto tiempo a explorar un monumento, pero desde los andamios pude ver prácticamente cada centímetro de esa efigie. La precisión del vaciado, el cuidado en el tratamiento para dar el acabado, la aplicación de la pátina no pocas veces me hicieron pensar en el alto valor que el hombre da a ciertos elementos del mundo objetual de los que se rodea. Y es que, a fin de cuentas, el objeto siempre suple un interés mayor.

El historiador francés Pierre Nora, en la obra colectiva Los lugares de memoria, dedicó amplias líneas para reflexionar sobre este punto y para llevarnos a la comprensión de cómo edificios, esculturas y monumentos, entre otros, juegan un papel fundamental para formar la identidad y la memoria de una sociedad. La reflexión pone a la luz un hecho evidente: esos sitios de memoria llevan consigo la impronta de una versión de la historia. Por lo común, la versión de la historia desde arriba.

Durante mucho tiempo, la élite política en turno monopolizó el discurso de los espacios y del paisaje urbano con una sola intención: imponer y exaltar a ciertos personajes de la historia y encumbrar una narrativa de ciertos pasajes considerados como estelares para una historia social, es decir, una memoria de efigies a modo, complaciente, para hacer una cartografía cívica sin fracturas, en una suerte de visualismo festivo del espacio, en una apuesta por una atmósfera contemplativa pero que no hace pensar o al menos que hace ver y pensar en lo que los poderes quieren.

No obstante, justo en la época del capitalismo hipersalvaje, otras formas de disputa por la memoria se han hecho presentes. Se trata de las iniciativas que han tomado distintas colectivas para apropiarse de ciertos espacios públicos y proclamarlos como otros espacios de memoria. Sí, se trata de las acciones en resistencia de la historia desde abajo, de la sociedad que ha recibido las violencias más atroces de las élites del poder.
El principio resulta básico: si el espacio público y los sitios de memoria cuentan historias, deben, en consecuencia, ser también espacios que cuenten las historias que ha generado la política depredadora de nuestro tiempo, que por donde quiera tiene un solo saldo: víctimas y dolientes que padecen de maneras injustas.

En efecto, Nora tiene razón: los monumentos tienen la finalidad hacer memoria y tener presentes los momentos sobresalientes de los pasajes significativos de los países. El hecho no cancela que, en una vuelta de tuerca, los sitios de memoria incluyan también aquellos pasajes que han marcado trágicamente el manuscrito de una historia feroz, que en nuestro país se caracteriza por personas desaparecidas, víctimas de trata y violencia feminicida, desplazados, víctimas de tráfico humano, explotación de diversas maneras y víctimas por actos de corrupción.

En México, la instauración de los espacios de memoria que se escriben desde abajo resultan inusitados, pero a la vez son eminentemente legítimos. Son inusitados porque le quitan al Estado el monopolio de instaurar y proclamar los sitios de memoria que históricamente han sido de su competencia; y son legítimos porque representan una original arma de lucha pacífica para evidenciar las injusticias. Hacer visible y materializar el dolor puede resultar incómodo para el Estado, pero esa es la función de esos espacios disruptivos y sus monumentos y antimonumentos. Se trata de hacer las efigies para la memoria colectiva de un tiempo sin justicia. Sí, a contracorriente por eso se nombran antimonumentos.

Estas acciones vienen desde abajo, hechas con sacrificio de personas de a pie, con recursos provenientes de muchas voluntades, de la forja de los monumentos en pequeños talleres, de las manos de voluntarios para el transporte, de la imaginación para que los monumentos lleguen a su destino (el memorial del 68 se camufló en una botarga de Díaz Ordaz hasta llegar a su sitio en el Zócalo).

A veces, los sitios de memoria en resistencia son un acto acción que a veces es efímero porque consiste en una intervención, un montaje o una breve ofrenda. Pero, sin duda, la disrupción en el espacio público pragmático mecanico una huella ha dejado.
Algunos sitios de memoria en resistencia están destinados a la terquedad y se erigen de nuevo cuando el poder político los quita. Porque se trata de la disputa y el trabajo por la memoria.

En el reciente plantón en la Glorieta de las y los desaparecidos, mientras unas mujeres pegaban las fotos de sus familiares, un automovilista reclamó: “váyanse a trabajar”, y una de las mujeres respondió contundente: “no se equivoque, claro que estamos trabajando: para preservar la memoria histórica de este país”. En efecto, construir la historia y la memoria colectivas implica un trabajo y una acción.

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