Autor: Carlos García Benítez
Quizá pocas ideas como las de los antiguos mexicanos y los filósofos existenciales de Occidente, meditaron con interés sobre lo efímero y lo trágico de la existencia humana. En efecto, llegamos a este planeta con una única certeza: llegamos para irnos. Para desaparecer de la faz de la tierra de manera irremediable. No obstante, la dosis de consuelo para ambas filosofías, estaba en el hecho de que la voluntad de vivir, dejar huella y trascender apaciguaba, en cierta medida, el destino insuperable de la muerte, única forma natural de desaparecer del mundo. La fugacidad humana se consuma de diversas maneras, por muerte natural, por una enfermedad que extingue la vida, por un accidente o por el fatal constructo cultural de la guerra. En todos los casos, en estas circunstancias, la tragedia de ya no estar en el mundo ofrece la compensación de que se tuvo la oportunidad de dejar una última huella, materializada de alguna forma, un rastro de nuestro paso por el mundo, el recuerdo del último instante donde estuvimos, un póstumo registro para encumbrar la memoria, que siempre alienta a los que se quedan. Sí, por un rato más.
Pero ni la filosofía ancestral mexicana, ni la desafiante mirada existencial, plantearon la funesta práctica humana que le ha tocado vivir a nuestro país de manera descomunal en los últimos años: la desaparición forzada de seres humanos, sin duda, como una de las formas más atroces de la práctica de la violencia contemporánea. Muchos matices reflexivos se desprenden de este lamentable fenómeno que golpea de manera terrible a los Derechos Humanos. De inicio, a la cancelación feroz del derecho a la voluntad vivir y del ejercicio de la libertad personal. Pero luego, aniquilar la posibilidad individual a la última huella, a la última morada, el derecho al consuelo compensatorio de transfigurarse en memoria para uno y para otros. Lo cruel del fenómeno es que en los últimos años se convirtió en una suerte de bisagra para hacer funcionar una maquinaria de vida utilitaria, pragmática, capitalista y en una perversa fórmula de desarticular el desacuerdo, de someter e intimidar la legítima facultad de denunciar, la libertad de disentir y reclamar. Sí, en una siniestra ecuación necropolítica: desaparecer y matar como vía para alcanzar determinados fines.
En una lamentable línea del tiempo, la desaparición de personas en nuestro país en la época reciente se ejerció primero en contra de aquellos actores que resultaron ideológicamente peligrosos para el poder priista en turno, hacia la segunda mitad del siglo XX, y consistió en desaparecer a quienes enarbolaban la posibilidad de una forma de vida más justa en distintos ámbitos y donde el combate a la pobreza y la explotación humana eran dos principios decisivos. Pero para nuestros días, en pleno siglo XXI, el fenómeno de la desaparición forzada se agudizó de manera alarmante, los últimos datos dan cuenta de más de 100 mil personas reportadas como desaparecidas y habrá que añadir las que no han sido consignadas y no aparecen en ningún registro ni oficial ni de la sociedad civil. Por supuesto, ninguna desaparición humana forzada es justificada, pero la que hoy se vive en México tiene un matiz aún más doloroso: en gran medida, muchas de las y los ausentes son gente inocente que de la noche la mañana padecieron, sin proponérselo un destino inimaginable y mucho menos deseable: desaparecida o desaparecido, y con ellos otros estatus que trágicamente los acompañan: buscadoras, desplazados, mutiliados, víctimas de trata o feminicidio. Y, más aún, según los datos de colectivos de búsqueda, académicos, o los mismos registros oficiales de desaparición, entre las víctimas están mujeres, hombres, ancianos, jóvenes o niños; de todo extracto social, de toda edad, de cualquier ámbito y que se reportan a todo lo largo y ancho de país. El mensaje lleva una impronta: un desaparecido puede ser cualquiera de nosotros. Cuando el terrible estatus de desaparecido pasa a otro igual de oscuro: muerto, la revelación es la misma: la víctima puede ser cualquier miembro de la sociedad. Por eso las madres buscadoras, no dudan en decir que el suelo mexicano es un enorme cementerio.
El fenómeno, penosamente, arroja siempre más preguntas de todo tipo que respuestas. Y ¿Por qué sólo hay madres buscadoras y no padres buscadores?, pregunté recientemente a unas integrantes de un colectivo, ellas se miraron se sonrieron y atinaron a decirme levantando los hombros aún con una leve sonrisa: “no lo sabemos, muchas veces en nuestras reuniones también nos lo hemos preguntado… no lo sabemos”.
Una estela de frases intenta dar cuenta a esta realidad: víctimas de la guerra sucia, víctimas de la guerra contra el narcotráfico, víctimas de la guerra contra crimen organizado. ¿Quién se enlistó y aceptó enrolarse en esas guerras? Lo que es cierto es la palabra constante: víctimas de la desaparición forzada. Desaparecer de este plano terrenal, producto del irremediable destino natural, significa eso: irse una sola vez y para siempre, pero para las personas víctimas por desaparición forzada, y por supuesto para sus familias, eso no suele ocurrir, implica un terrible laberinto marcado por muchas desapariciones: la desaparición física, la desaparición de las listas de búsqueda cuando no son registrados adecuadamente, la desaparición de las fiscalías cuando un nuevo equipo aparece y empieza los expedientes de cero, cuando desaparecen los expedientes, cuando las carpetas de búsqueda pasan o se envían a otros juzgados, cuando en condición de cadáveres desaparecen entre muchos otros cuerpos en las fosas comunes. Suele ocurrir que cuando una víctima de desaparición forzada es localizada muerta, a veces sólo fue posible recuperar un fragmento del cuerpo, esto suele dar consuelo a la familia, pero un hecho resulta claro: esa fragmentación humana, repara parcialmente la noción de ya no estar desaparecida o desaparecido. ¿Cuántas veces está condenado a desaparecer un desaparecido en nuestro país?
El fenómeno de la desaparición forzada que se vive en el mundo llevó a la Organización de la Naciones Unidas (ONU), a declarar en su Asamblea General el 21 de diciembre de 2010, el 30 de agosto como el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas. En nuestro país las actividades en el marco de ese día se hacen extensivas todo el mes como ya ha venido ocurriendo en los últimos años. El mundo se designa con palabras para entenderlo. ¿Tendrá algún sentido nombrar días para revelar cómo se instauran los pasajes dolientes de la historia reciente? Creo que sí. Porque hay que fincar memoria para actuar. Acaso, dos momentos de la filosofía de la existencia –los dos dolientes-, pautan su vigencia para nuestro país. El poeta filósofo Nezahualcóyotl, meditabundo de los temas de la fugacidad humana se preguntaba ¿A dónde iremos?, en un acto doloroso hoy las familias de las víctimas de la desaparición forzada se preguntan: ¿a dónde van nuestros desaparecidos? Mientras, el filósofo Martin Heidegger, advertía que una de las más acuciantes preocupaciones humanas es la nada, porque no tener certezas ante la vida trae consigo la angustia de no saber nada, justo la condena que hoy viven miles de familias de los desaparecidos: la terrible angustia. Al menos, que quede una certeza: toda filosofía tendrá sentido si se acompaña con la acción. Y, sí, de inicio apostemos por esta triada: recordar, nombrar y actuar.


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